LUIS ALEGRE
8 SEP 2016 – 00:07 CEST
La jota aragonesa es una de esas cosas que forman parte de mí sin haber pedido permiso. Escuchar, bailar y cantar jotas fue una de las primeras experiencias culturales de mi vida. “Llevo las albarcas rotas, los calzones sin culera, los bolsillos sin un cuarto, buen invierno que me espera”. Esa es la primera jota que mi madre me enseñó, con cuatro años.
La jota no es un territorio tibio. Hay gente que la adora y otros que la consideran algo ridículo. A José Luis Borau, zaragozano, le ponía nervioso, salvo si la cantaba Imperio Argentina, cuya dulzura volvía delicadas unas canciones que solían salir de voces muy recias. Algunas jotas, por moralistas, reaccionarias o machistas, dan un poco de grima y otras se reciben como una coz. Recuerdo con espanto bodas y bautizos de mi niñez, rematados con recitales mortales. Pero mi debilidad son las jotas románticas y las jotas golfas, sobre todo las pornográficas, entre las que hay joyas inesperadas.

La jota está muy en el aire. Aragón TV la mantiene como una de sus grandes apuestas porque no deja de encandilar; Pablo Echenique, al cantar “Chúpame la minga, Dominga” en una cena difundida en la red, ha popularizado una muestra de la variante golfa y Carlos Saura, el aragonés vivo más ilustre, ha concretado su devoción en La jota de Saura, un documental que se presenta en el Festival de Toronto. En los años veinte Federico García Lorca resultó decisivo para que el flamenco fuera reconocido en el mundo y Saura puede lograr lo mismo con la jota: rescatarla de su gueto, ir más allá del tópico y hacerla parecer un género nuevo y un arte respetable.

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